Celaya, Gto., a 4 de diciembre de 2025.- La aprobación en lo general de la nueva Ley General de Aguas por la Cámara de Diputados no sólo reordena las reglas del juego sobre el recurso más estratégico del país; también destapa, con toda crudeza, la fractura entre el gobierno federal y amplios sectores del campo mexicano. El dictamen, impulsado por la presidenta Claudia Sheinbaum, obtuvo 328 votos a favor, 131 en contra y cinco abstenciones el 3 de diciembre de 2025, en una sesión ríspida y con fuertes protestas afuera del recinto y a lo largo de la república

De la ley neoliberal de 1992 al nuevo paradigma

El punto de partida del gobierno es claro: la Ley de Aguas Nacionales de 1992 se considera “rebasada”, diseñada bajo una lógica de explotación económica del agua y no como derecho humano, permitiendo que el líquido se tratara como mercancía transferible, favoreciendo la concentración de concesiones y la sobreexplotación de cuencas y acuíferos.

La nueva arquitectura legal se compone de dos piezas:

Una Ley General de Aguas, que busca desarrollar el derecho humano al agua y al saneamiento para toda la población.

Reformas a la Ley de Aguas Nacionales, orientadas a reordenar concesiones, tecnificar sistemas de riego y limitar los volúmenes explotados a lo estrictamente concesionado, para tratar de recuperar el equilibrio hidrológico.

El planteamiento oficial insiste en que el Estado debe recuperar el control del agua frente a los “mercados opacos” y el llamado “mercado negro” del recurso.

Núcleo de la reforma: control estatal y castigo a delitos hídricos

Entre los ejes más polémicos de la ley destacan:

Prohibición de transferir concesiones entre particulares. Los títulos ya no podrán venderse ni cederse entre privados; sólo podrán ser reasignados por la Conagua, que se convierte en árbitro exclusivo.

Eliminación de cambios de uso y creación de un Registro Nacional del Agua, con revisión obligatoria de prórrogas por parte de la autoridad hídrica.

Reconocimiento formal de los sistemas comunitarios de agua y saneamiento, así como de los servicios administrados por pueblos indígenas y afromexicanos, aunque sujetos a una regulación posterior.

Endurecimiento de sanciones penales por “delitos hídricos”, que podrían alcanzar hasta ocho años de prisión, según lo difundido por diversos medios.

En el papel, se trata de un giro hacia el agua como derecho humano, acompañado de un intento de ordenar un sistema de concesiones que se percibe capturado por intereses privados y prácticas corruptas.

Los argumentos a favor: derecho humano y fin de la mercantilización

Desde el gobierno y la mayoría legislativa se han articulado tres grandes justificaciones:

  1. Garantizar el acceso mínimo al agua como derecho humano, priorizando el uso doméstico por encima del uso productivo.
  2. Poner fin a la mercantilización del agua, cerrando la puerta a la compraventa y especulación con concesiones, que habrían generado mercados paralelos y concentración en pocas manos.
  3. Combatir el “mercado negro” y los abusos de grandes usuarios, mediante un sistema más estricto de control, registro y sanciones.

En términos de política pública, el diagnóstico no es nuevo ni descabellado: México enfrenta acuíferos sobreexplotados, cuencas en estrés hídrico, ciudades con cortes constantes y un modelo de concesiones opaco. Que el Estado recupere capacidad regulatoria es, en principio, una necesidad.

El problema, sin embargo, no está sólo en el “qué”, sino en el “cómo” y el “para quién”.

El campo en pie de guerra: la otra cara del derecho al agua

Las reacciones del sector agrícola muestran la cara más conflictiva de la ley. Campesinos de al menos 25 estados han retomado bloqueos de carreteras, aduanas y accesos al Congreso, denunciando que la iniciativa es “el último clavo al ataúd del campo mexicano” y un despojo de los derechos ganados mediante concesiones.

Sus principales críticas son:

Pérdida de valor de la tierra sin concesión: si los títulos de agua no pueden venderse ni heredarse con la misma flexibilidad, las tierras irrigadas pierden valor, especialmente para pequeños y medianos productores que dependen de esa “paquete” tierra+agua para financiar créditos o ventas.

Riesgo de discrecionalidad de la Conagua, que se convierte en el gran árbitro de reasignación de concesiones, sin que el dictamen incluya contrapesos ni mecanismos robustos de transparencia y rendición de cuentas.

Falta de consulta real a campesinos y pueblos indígenas, tanto en el fondo como en la forma del proceso legislativo. Bancadas opositoras han señalado que no se cumplieron estándares mínimos de consulta previa, libre e informada.

Organizaciones campesinas y civiles han llegado a calificar el dictamen como regresivo incluso respecto al derecho humano al agua, argumentando que prioriza el control punitivo y administrativo por encima de la garantía material del acceso al recurso.

Diseño institucional: ¿reordenar o recentralizar el poder sobre el agua?

Un punto clave del análisis crítico es institucional: la ley puede corregir excesos del viejo modelo, pero al mismo tiempo corre el riesgo de recentralizar el poder sobre el agua en una autoridad federal con capacidades técnicas y políticas limitadas.

Estudios previos han advertido que leyes de agua muy centralizadas tienden a ampliar las facultades federales sin resolver los problemas de gestión local, y pueden crear espacios de discrecionalidad y captura política.

Sin reglas claras de transparencia, plazos, criterios de reasignación y mecanismos de defensa para pequeños usuarios, la prohibición de transferir concesiones puede terminar favoreciendo a quienes tienen más cercanía política o capacidad de presión, no necesariamente a las comunidades vulnerables. (Esta es una inferencia basada en patrones observados en otras reformas regulatorias.)

La apuesta por tecnificar el riego y limitar estrictamente los volúmenes concesionados es, en principio, positiva para los acuíferos; pero sin financiamiento, asistencia técnica y certidumbre de largo plazo, puede acelerar la expulsión de pequeños productores del sistema productivo formal.

La lógica del “Estado fuerte” sobre el agua puede ser compatible con el derecho humano, pero sólo si se traduce en instituciones robustas, transparentes y con verdadera participación social. Sin eso, el riesgo es pasar de un mercado opaco a una burocracia opaca.

Procedimiento legislativo: el costo de la prisa

Otro flanco criticable es el modo en que se procesó la ley. El dictamen fue aprobado en comisiones el 3 de diciembre y avalado en lo general por el Pleno en medio de bloqueos y protestas, con acusaciones de “fast track” y “madruguete” por parte de la oposición y organizaciones inconformes. Aunque desde el oficialismo se habla de “desinformación” y se insiste en que la reforma es un acto de justicia hídrica, incluso figuras cercanas al gobierno han pedido abrir más el debate y explicar mejor los alcances del dictamen. En una materia tan sensible como el agua —que cruza seguridad alimentaria, sobrevivencia de comunidades, industrias estratégicas y conflictos territoriales— la legitimidad del proceso importa tanto como el contenido. Una ley percibida como impuesta, aún si técnicamente tiene aciertos, puede nacer herida de muerte en términos de aceptación social.

Corregir el Rumbo

Desde una perspectiva crítica pero constructiva, el tránsito de Diputados al Senado abre una ventana —tal vez la última— para mejorar la ley en varios frentes:

  1. Blindar derechos adquiridos sin perpetuar la especulación. Es técnicamente posible diseñar reglas para herencia y transmisión de derechos que protejan a pequeños y medianos productores, al tiempo que se cierran mercados opacos y prácticas de acaparamiento.
  2. Incorporar mecanismos claros de transparencia y control ciudadano sobre Conagua, incluyendo criterios públicos de reasignación, plazos obligatorios de respuesta y vías expeditas de impugnación.
  3. Vincular la tecnificación del riego a programas de financiamiento, capacitación y transición productiva, especialmente para quienes hoy dependen de cultivos intensivos en agua en regiones sobreexplotadas.
  4. Dar contenido real al reconocimiento de sistemas comunitarios e indígenas de agua, más allá de una mención genérica, con participación efectiva en la gobernanza hídrica territorial.

En síntesis, la nueva Ley de Aguas puede ser leída como el intento de desmontar un modelo neoliberal de gestión hídrica y sustituirlo por un esquema de fuerte control estatal orientado al derecho humano. Pero la forma acelerada, la débil consulta y el diseño institucional centrado en una autoridad con amplias facultades y escasos contrapesos han encendido todas las alarmas en el campo y en sectores de la sociedad civil.

El Senado tiene ahora la responsabilidad de demostrar que la transición hacia un nuevo régimen del agua no será sólo un cambio de manos en el control del recurso, sino un cambio real en favor de las personas y territorios que dependen de él para vivir.

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