Por Laurencio Covarrubias D. Celaya, Gto., a 29 de noviembre de 2025.- La consigna “sin maíz no hay país”, nacida a principios de los años 2000 como un grito legítimo para defender al campo mexicano frente a la apertura comercial, mutó con el tiempo en un dogma político que hoy condiciona y frena la posibilidad de modernizar el agro mexicano. Lo que comenzó como una advertencia sobre la pérdida de soberanía alimentaria se transformó en un marco ideológico rígido, incapaz de reconocer que el mundo agrícola del siglo XXI exige productividad, ciencia, innovación genética y políticas estratégicas, no únicamente discursos nacionalistas.

Este reportaje explora cómo ese imaginario ha sido utilizado por distintos gobiernos para evitar reformas profundas, mantener prácticas de bajo rendimiento y legitimar subsidios poco efectivos, mientras la productividad del campo se estanca y millones de hectáreas siguen dependiendo de lluvias irregulares, semillas criollas de baja eficiencia y un modelo de producción desconectado de la agroindustria moderna.
La frase que se volvió muro: identidad sí, desarrollo no
“Sin maíz no hay país” sintetiza un hecho cultural innegable: el maíz es origen civilizatorio y base alimentaria. Pero la politización del maíz convirtió el debate en un terreno emocional donde cualquier propuesta de modernización —uso de semillas híbridas, transgénicos, agricultura de precisión, financiamiento empresarial— es percibida como traición al campo y entrega a las corporaciones.
Este discurso ha desembocado en una paradoja: se defiende al maíz, pero se precariza al productor. Se glorifica el cultivo tradicional, pero se deja al agricultor expuesto a sequías, plagas, bajos rendimientos y mercados dominados por intermediarios. La identidad se impone sobre la ciencia, y la consigna cultural se convierte en una barrera para la innovación.

Estancamiento productivo: rendimientos que no alcanzan
México ocupa el séptimo lugar mundial en producción de maíz, pero sus rendimientos promedian apenas 3.7 toneladas por hectárea, muy por debajo de países tecnificados:
- Estados Unidos: 11 t/ha
- Brasil: 6 t/ha
- Argentina: 8 t/ha
- China: 6 t/ha
La brecha no se debe a falta de talento o tierra, sino al uso limitado de semillas mejoradas, tecnologías de riego, fertilización balanceada y manejo integrado de plagas. El 70% de las hectáreas de maíz de temporal se siembran con semillas nativas o de baja calidad genética, lo que condena la productividad a los niveles de hace 30 años.
El miedo a las semillas transgénicas, alimentado por campañas políticas más que por evidencia científica, mantiene a México fuera de las prácticas agrícolas que han permitido a otros países duplicar o triplicar rendimiento sin ampliar la frontera agrícola.

Ideología contra ciencia: el veto a la innovación genética
En México, el debate sobre semillas mejoradas —particularmente las genéticamente modificadas— está atrapado en un marco moral y no técnico.
Se les asocia erróneamente con: Pérdida de biodiversidad (cuando pueden coexistir con medidas adecuadas); Control corporativo (cuando el Estado podría desarrollar variedades públicas a través de instancias investigación -del estado o universitarias- como son: INIFAP, CINVESTAV y otros); Daño a la salud (sin evidencia científica global en 30 años de uso); y “traición” al maíz nativo.
El resultado es un bloqueo regulatorio permanente que impide no solo el uso comercial de transgénicos, sino incluso la investigación pública. Mientras tanto, Estados Unidos y Brasil —nuestros competidores directos— han adoptado masivamente biotecnología, reduciendo costos, aumentando producción y mitigando pérdidas por clima.
México no solo se estanca: cede soberanía alimentaria al depender de granos importados, precisamente lo contrario de lo que la consigna buscaba evitar.
Subsidios que mantienen pobreza, no productividad
El modelo de apoyos actuales privilegia la dispersión de dinero a millones de pequeños productores sin mecanismos de: asociatividad; transferencia tecnológica; acompañamiento técnico; compra consolidada; financiamiento productivo; ni encadenamiento con agroindustrias.
Los programas no distinguen entre productores con potencial comercial y productores de subsistencia, lo que neutraliza el impacto.
Mientras tanto, los subsidios productivos reales (tecnificación de riego, extensionismo, reconversión productiva, créditos blandos, seguros agrícolas) han sido recortados o abandonados.
El gobierno en turno privilegia una lógica política: mantener electores, no elevar rendimientos.

La tecnificación pendiente: riego, maquinaria y datos
Solo el 22% del campo mexicano está tecnificado en riego, y una parte significativa opera con infraestructura obsoleta.
La agricultura de precisión —sensores, drones, análisis de datos, fertirrigación, semillas híbridas de alto rendimiento— sigue concentrada en pocas regiones del norte del país.
En amplias regiones del Bajío, el Golfo, el sur-sureste y zonas montañosas, la falta de tecnificación perpetúa un círculo vicioso: bajos rendimientos, baja rentabilidad, bajo acceso a crédito, poca inversión en tecnología y dependencia de subsidios.
La transformación del campo exige romper ese ciclo con inversiones multianuales, no con apoyos anuales de corto plazo.

La ceguera ideológica del gobierno: soberanía como eslogan, no como política
El discurso oficial se aferra a la idea de que la soberanía alimentaria se logra prohibiendo tecnologías o regresando al “campo tradicional”, cuando en todo el mundo la soberanía se asegura mediante: aumento de productividad, protección a productores vulnerables, seguridad jurídica, infraestructura hidráulica, crédito agrícola, ciencia aplicada, desarrollo de semillas nacionales, acceso a mercados formales y logística eficiente.
El resultado de la visión actual es preocupante: México produce menos, importa más, depende del clima, carece de un plan hídrico nacional transparente y eficiente, y mantiene al campo atrapado en el pasado.
Un nuevo pacto agrario: lo que se requiere para transformar el campo
Superar el estancamiento exige desideologizar el debate y plantear un pacto agrario moderno. Algunos elementos clave:
- Semillas híbridas y transgénicas públicas desarrolladas por INIFAP, IPN, UAM, Chapingo y universidades.
- Tecnificación de riego con inversión multianual, no sexenal.
- Extensionismo técnico profesionalizado, no clientelar.
- Reconversión productiva basada en datos y suelos.
- Crédito agrícola real, accesible, con garantías compartidas Estado-banca.
- Asociatividad y cooperativas productivas para negociar mejores precios.
- Aseguramiento climático obligatorio en zonas vulnerables.
- Mercados regionales de futuro y precios de garantía inteligentes (no universales ni distorsionantes).
- Modernización genética con criterios científicos y salvaguardas para la biodiversidad.
- Infraestructura logística y carreteras rurales, esenciales para comercializar.
Sin estas piezas, cualquier discurso sobre soberanía alimentaria será solo eso: discurso.

El país que defiende el maíz, pero deja solo al productor
México tiene dos caminos:
1.- Seguir aferrado al romanticismo político, glorificando al maíz como símbolo mientras el campo se empobrece y el país importa cada vez más alimentos,
2.- O dar un salto hacia la productividad, respetando la identidad cultural pero apoyándose en ciencia, genética, tecnificación y políticas públicas de largo plazo.
La consigna “sin maíz no hay país” sigue siendo cierta.
Pero también lo es su contraparte, la que la política teme pronunciar:
“Sin ciencia, sin tecnología y sin productividad… tampoco habrá maíz”.





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