Dallas, Tx., 13 de junio de 2025.- Mientras en los estadios de Estados Unidos se corean goles, ondean banderas y se celebra la unidad continental a través del deporte, en las calles, estaciones de autobuses y campos del sur del país, se intensifican las redadas y deportaciones de migrantes, muchos de los cuales provienen precisamente de las naciones que compiten en la Copa de Oro de la Concacaf.

Este contraste entre la celebración deportiva y la crisis humanitaria pone de manifiesto una contradicción profundamente arraigada en la política y la cultura de América del Norte: se exalta la diversidad cuando se trata de espectáculo, pero se reprime cuando se enfrenta como realidad social.

Un Torneo de Identidad

La Copa de Oro no es solo un torneo de fútbol. Es, para millones de latinos en Estados Unidos, un momento de orgullo, identidad y pertenencia. Cada partido de selecciones como México, El Salvador, Honduras, Guatemala, Costa Rica o las Islas del Caribe, se transforma en una fiesta cultural. Las gradas se llenan de camisetas verdes, azul y blanco, de cánticos en español, y de familias migrantes que por unas horas se sienten parte legítima del país que los alberga.

Estados Unidos, como sede tradicional del torneo, obtiene beneficios económicos importantes por el turismo deportivo y la venta de boletos, derechos de transmisión y publicidad dirigida al público latino. Irónicamente, este mismo país mantiene políticas migratorias que castigan a buena parte del público que sostiene el evento.

Para muchos migrantes, el fútbol representa un lazo vital con sus raíces. El ver a sus selecciones nacionales disputar el balón, no es solo una experiencia deportiva, sino una manera de reconectar con su cultura y con las familias que dejaron atrás.

«Cada vez que juega El Salvador, es como si mi corazón regresara por un rato a San Miguel», comenta José Ramos, salvadoreño residente en Dallas desde hace 15 años. «El fútbol me recuerda quién soy y de dónde vengo».

Con el arranque de la edición 2025 de la Copa de Oro en Inglewood, California, cercana a LA, epicentro de la acción militarizada contra migrantes, el día de mañana, ciudades como San José, San Diego, Houston, Chicago y Nueva York se transforman en eclosión multicultural, donde las gradas de los estadios se tiñen de verde, azul, rojo y blanco, al ritmo de cánticos en español, inglés, y lenguas originarias, acompañados de guacamole, aguardientes de diversas regiones, y obvio, hot-dogs, hamburger y carne asada en los estacionamientos. En estos escenarios, los partidos son más que un espectáculo deportivo: son una celebración de la identidad, la nostalgia y el arraigo.

Redadas: El Otro Rostro del Verano

En paralelo al espectáculo, las autoridades migratorias intensifican redadas y deportaciones. En ciudades como Houston, Los Ángeles o Nueva York —donde los estadios vibran con los goles de las selecciones centroamericanas— también se llevan a cabo operativos para detener a personas indocumentadas, muchas de ellas con años viviendo y trabajando en Estados Unidos.

Según reportes de organizaciones defensoras de derechos humanos, los días de partido suelen coincidir con aumentos en la vigilancia migratoria, especialmente en zonas con alta población latina. Esto crea un clima de tensión: mientras algunos celebran en los estadios, otros temen salir de casa.

Paradoja de Integración Selectiva

Lo que ocurre durante la Copa de Oro revela una forma de integración selectiva. Se acoge la cultura latina en su dimensión festiva, gastronómica y deportiva, pero se margina y criminaliza en el terreno social y legal. Las mismas banderas que decoran los estadios son símbolo de sospecha cuando se portan en los barrios migrantes.

Los jugadores, muchos de ellos nacidos o formados en Estados Unidos por padres migrantes, representan la dualidad de estas identidades. Son aclamados como héroes nacionales por su talento en la cancha, aunque sus familias podrían ser blanco de deportaciones fuera de ella.

Una plataforma de visibilidad

La Copa de Oro también se ha convertido en una plataforma de visibilidad para las problemáticas que enfrentan los migrantes. Diversas organizaciones aprovechan la atención mediática del torneo para difundir campañas de apoyo a los derechos de los trabajadores indocumentados, denunciar casos de deportaciones injustas y pedir políticas migratorias más humanas.

En paralelo, la presencia de jugadores con historias migrantes —como los nacidos en Estados Unidos de padres latinos que eligen representar a sus países de origen— añade otra capa simbólica a esta narrativa. Figuras como Alex Roldán (El Salvador), Julián Araujo (México) o Anthony Hudson (como técnico en ediciones pasadas) ejemplifican la complejidad de las identidades migrantes en el fútbol moderno.Un Llamado a la Coherencia

Este contexto plantea preguntas incómodas: ¿puede un país celebrar la diversidad sin garantizar derechos a quienes la representan? ¿Es posible hablar de integración sin justicia migratoria? La Copa de Oro, más allá del balón y los himnos, ofrece una oportunidad para reflexionar sobre estas contradicciones.

Más que un torneo

La Copa de Oro es, sin duda, una competencia deportiva. Pero también es mucho más. Es un reflejo del cruce de culturas que define a América del Norte y Centroamérica. Es un termómetro del orgullo migrante. Y es, sobre todo, una prueba de que el fútbol puede ser una forma de resistencia, unidad y esperanza para quienes, lejos de casa, encuentran en este deporte un pedazo de patria.

Mientras el balón siga rodando, los migrantes seguirán alentando. Porque en cada pase, en cada gol y en cada celebración, se juega algo más que un partido: se juega el derecho a ser y pertenecer.

El fútbol ha demostrado tener el poder de unir, de dar voz y visibilidad a los pueblos y a los que migran buscando mejorar sus vidas o simplemente la sobrevivencia de él y los suyos. Pero esa visibilidad debe traducirse en políticas públicas coherentes, en respeto a los derechos humanos, y en una mirada compasiva hacia quienes han migrado, incluso sin papeles.

Porque hoy, no se puede aplaudir a los nuestros en el estadio, y darles la espalda en la calle.

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